PRÓLOGO

“El Mal Minuto” de Rafael Alberti nos muestra un ángel traicionado, que vive un instante de desesperación. Frente a esas traiciones del propio espíritu, ante ese vagar desesperado y sin sombra, surge la esperanza de la literatura, al igual que unas alas sin ataduras y sin más impulsos que los del sentimiento y la imaginación.

He aquí una muestra de esas alas, de esa traición evitada, de esos ángeles raudos por el cielo abierto de nuestra libertad.

Os dejo con algunos de mis poemas -los que ya he publicado y los que nunca publicaré- y con algunos textos que, entre novela y novela, he ido ofreciendo a diversas publicaciones, revistas, etc.


Espero que estos minutos literarios que compartimos ahora te sirvan para, al menos, evadirte de los otros malos minutos que nos acosan a diario.


EL MAL MINUTO


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Juan "el del Triana"

          Este relato lo escribí para la obra colectiva "A mi pequeña Princesa", que se publicó en San Fernando a beneficio de las víctimas del síndrome de Rett.


Juan «El del Triana»
Relato costumbrista y algo sentimental
por José Alcedo

—¿Seguro, niña, que puedes grabar todo lo que yo te cuente con ese teléfono? ¿No servían solo para llamar? Fíjate, que antes había que ir con el cable a todos los sitios. Aquí mismo, en el bar, teníamos uno de un montón de metros, que llegaba desde una punta a otra del local. Desde el final del salón-comedor hasta la calle, por si acaso llamaban a un cliente para algo privado y quería hablar afuera, para que nadie se enterara de sus cosas.

El salón-comedor que menciona  Juan «el del Triana» es un pequeño cuarto de dos metros cuadrados que hay detrás del mostrador, que se ve perfectamente desde el bar a través de una sucia cortina hecha con tiras de colores, a la que ya le faltan numerosas piezas y difícilmente puede cumplir con su misión de disimular lo que se oculta detrás. Tampoco es que haya mucho que tapar, pues allí solo caben, y a lo justo, una nevera de esas que ceden a los establecimientos las marcas de refrescos, un cubo con una fregona, una escoba y el bidón de la basura.

—Cuando llegaba gente de fuera, sobre todo albañiles que venían a trabajar en la ampliación de los Astilleros, y preguntaban si había plato del día, yo les decía: «Por supuesto. Tenemos arroz con gambas de primero, cazón en adobo de segundo, y postre a elegir». Yo les señalaba hacia el salón-comedor, que estaba tapado por la cortina, invitándoles a entrar. Ellos pasaban por detrás del mostrador, corrían la cortina  y se encontraban con el cuartito ese de ahí atrás, y se quedaban pasmados.
—¿Se enfadaban, Juan, con sus bromas?
—¡Que va! Algunos hasta se quedaban a comer.
—A comer… ¿qué?
—La especialidad de la casa… jamón, queso… ¡Jejeje! ¡Avellanas y aceitunas! ¡Nada más que tenía eso! ¡Y se hartaban de reír cuando les ponía los platos! Lo mejor era cuando uno ya conocía el chiste y traía a sus otros amigos, que no estaban al tanto. Entonces, haciéndose el listo, me decía: «Juan, ¿hay sitio en el salón?» Y yo le decía, siguiéndole la corriente: «Abajo no, pero en la planta de arriba sí que queda alguna mesa». Y otra vez las risas. Y los nuevos, después de la broma, también se quedaban, y hasta repetían la visita. ¡Qué buena gente eran! La mayoría, de Badolatosa, un pueblo de Sevilla que se quedaría vacío en los años sesenta, porque todos se vinieron para acá.
—O sea, de comer, avellanas y aceitunas… ¿Y de beber?
—De beber… ¡vino! Vino de Chiclana. Y para los jóvenes, que pasan del vino, pues botellines de cerveza. Fresquitos, muy fresquitos. Que la nevera nunca me ha fallado. ¡Y fíjate que pone Mirinda! ¡Lleva aquí los mismos años que yo!

Lo de Mirinda lo tomo por otro de los chistes de Juan, pues evidentemente no es ese el nombre que luce en el frontal del aparato. Retomo la conversación,  que por momentos se convierte en un monólogo, que es lo que yo en realidad pretendo. Que hable a sus anchas.

—A mí siempre me han dicho que la gente se harta de reír con mis cosas. Pero a mí eso me da miedo. Yo quiero que la gente se ría conmigo, pero no quiero ser un gracioso. Los graciosos no me gustan nada, no sé si me entiendes. A mí incluso venían a recogerme al bar gente de parné, y me llevaban a sus fiestas, por mis chistes y mis cantecitos. Pero ¡ojo! que yo no dejaba que se cachondearan de mí, ¡eh!, que yo hacía mis cuatro cositas y me traía para casa un buen dinero, y además venía comido y bebido de calidad.
—¿Y cerraba usted el bar cuando se iba a esas fiestas?
—No, ¡qué va! Yo siempre he tenido muy buenos clientes. Cuando alguien venía a recogerme, yo le dejaba las llaves a alguno de ellos, al que menos borracho estuviera, y al día siguiente me encontraba el dinero de lo que habían consumido sobre la mesa, y el bar limpio y reluciente. ¡Y eso que yo, limpio, limpio, nunca lo he sido! Bueno… ¡Lo justito! Y alguna vez que me he largado de mentira, para que ellos lo escamonden todo y me lo dejen como los chorros del oro. ¡Hasta el salón-comedor, jejeje! La verdad es que antes, en los bares, todo lo arreglábamos con serrín en el suelo y una pasadita de la escoba.
—Eran buenos sus clientes, ¿no? Y, por lo que le escucho, tenía mucha confianza en ellos.
—Buena gente y con mucho arte. Te voy a poner un ejemplo de gracia, gracia, de un cliente mío, Manolo El Cabezón. Pues mira, al Manolo lo había dejado la novia un mes antes de casarse, con todo montado. Y ella se casó con otro. Y él ni se enfadó ni nada, se quedó muy tranquilo. Y nosotros todos extrañados, por lo bien que se lo había tomado. Hasta que un día se cuelan en el bar tres marineros que estaban cumpliendo el servicio en el Cuartel de Instrucción, en La Isla. Se tomaron unas cervezas y uno de ellos, el más lanzado, me preguntó con acento de Cádiz pero doblando el mapa: «Jefe, ¿usted sabe dónde podemos encontrar una casa de esas de señoritas? ¿Usted ya me entiende, no?» De Galicia por lo menos era el gachó. Le sonreí y le guiñé un ojo, para que supiera que sí, que lo había entendido. Y antes de que yo pudiera decirle algo saltó El Cabezón, que siempre estaba callado, y le dice: «Llegaros a la Calle Vea Murguía, 24. Allí os tratarán de lujo. Decidle que vais de parte mía, de parte de Manolo El Cabezón». Los marineros se marcharon enseguida. En cuanto se fueron le dije: «Manolo, ¿esa dirección que les has dado no es donde vive ahora tu antigua novia con su marido?». Y él coge y me dice: «¡Que les den por culo!». Esa fue su venganza. ¡Qué arte! ¿No, niña? ¡Eso es tener gracia, sin ser gracioso!

La verdad es que a mí no me ha hecho mucha gracia la anécdota, pero le sonrío con complicidad y continúo con las preguntas:

—Hablemos de sus inicios. ¿Lo del Bar Triana es porque usted es de Sevilla?
—¿Qué dices, niña? ¡Si yo soy de Paterna! De Paterna de Rivera, provincia de Cádiz. Mucha gente vino aquí desde mi pueblo. Ya sabes, cuando se construían en el dique aquellos petroleros tan grandes, que medían como tres campos de fútbol…

Por un momento se calla, y es fácil adivinar que está recordando tiempos mejores. No a una persona en concreto, sino a toda una época.

—Lo de Triana es por el antiguo dueño, que sí que era sevillano. Y amigo de mi padre, además. A mí me trajeron de Paterna en el año cincuenta y tres, metido en un morral, como yo digo, y me dejaron en la puerta del bar como el que tira un saco de papas. Bueno, te he exagerado un poquito, pero es que así fue como yo me sentí. Tenía entonces once años. Al día siguiente empecé a trabajar en el bar. Me daban de comer tres veces al día, que eso era todo un lujo en aquellos tiempos, y dormía «acurrucaíllo» ahí arriba, en un pequeño entresuelo que había antes de que el propietario de la finca levantara la segunda planta. Desde entonces se llama esto Triana, porque Manuel, que así se llamaba el dueño del bar, era de Sevilla, de la calle Betis, y llegó huyendo hasta aquí por un asunto de amores que nunca me quiso contar. Para mí que hubo un muerto por medio y todo. Y por casualidad, llegó a Puerto Real. Era el año cuarenta y dos, en el tiempo del hambre, y el coche que lo llevaba a Chiclana, donde había encontrado trabajo, se estropeó a la vera del cementerio. Tuvo que venir andando hasta el pueblo, cargando con su maleta y la bolsa de los bocadillos, y aquí montó el bar y se quedó. Nunca se casó, y eso que no era de cara desagradable, aunque de carácter sí que era un poco suyo. Pero cuando se hizo viejo y se jubiló lo preparó todo para volver a Sevilla. No quería que lo enterraran en este pueblo, él siempre decía que aquí había estado su trabajo, pero que su casa seguía esperándolo a la vera del Guadalquivir, que es un río muy grande que hay allí. El caso es que se murió antes de largarse, de un catarro mal curado, y ahí está, enterrado en el cementerio de San Roque, caminito del Puerto de Santa María. ¡Adonde mismo se estropeó el coche que lo llevaba para Chiclana, en el año cuarenta y dos!

Juan se ríe y me muestra sin querer los pocos dientes que le quedan. Aunque su imagen es algo desaliñada, se nota que se ha arreglado para la entrevista. Él quiere hablar y le dejo que siga.

—Cuando Manuel se murió, el dos de octubre de 1974, no se me olvida, yo tenía 32 años, y desde ese día me convertí en el dueño del bar. ¡Ojo! ¡De-el-bar! De la casa no. Yo siempre la he querido comprar, pero en los años setenta, cuando yo no tenía ni un duro, hubo aquí gente que empezó a comprar todas las esquinas y los locales mejor situados del pueblo. Menos mal que, por una ley que había entonces, me respetaron el precio del alquiler. Y como Manuel se murió y yo seguí con el negocio, pues no tuve que pagar nada de traspaso, ¡eh! Tampoco es que me dejara mucha maquinaria ni muchos arreglos el sevillano, pero el caso es que se portó muy bien conmigo. A veces llegué a pensar que yo había ocupado el sitio del hijo que nunca tuvo.
—Usted sí tuvo hijos, ¿verdad?
—Dos niñas. Carmen y Soledad. Preciosas las dos. Carmen por mi mujer, que era de La Isla, y Soledad por mi madre, de Paterna. ¡Y ya tengo dos nietos, uno de cada una! Porque ahora la gente tiene muy pocos niños… ¡Qué van a hacer las pobres, si el Astillero está fatal y no hay trabajo para nadie! Fíjate qué cosa más rara: su madre solo tuvo hembras, y mis niñas un varón cada una… ¡Cosas de la vida!
—Mencionó antes a Carmen, su mujer. ¿Cómo se conocieron?
—El caso es que ella venía con otra amiga a un corte que había aquí, justo al lado del bar. Lo llamaban «el corte de la viuda», porque el dueño de la casa había fallecido y su mujer se ganaba la vida enseñando a coser a las muchachitas. Allí aprendían costura, y confeccionaban su ajuar y todo, y cuando se casaban iban ya con media casa montada. Carmen era cañaílla, y su amiga Antonia también, pero la familia de Antonia era de aquí de Puerto Real, que se habían ido a vivir a La Isla porque el padre se había colocado en la Fábrica de Artillería, y no era plan estar todo el día de arriba para abajo. Ellos conocían bien a la viuda, y lo buena costurera que era, y por eso acercaba aquí a las niñas para que aprendieran a coser. El padre de Carmen tenía un seiscientos, que era lo único que se pudo comprar después de diez años ahorrando, y se quedaba aquí conmigo a esperar a que salieran para llevarlas de vuelta para San Fernando. Y algunas veces iba bien cargado, pero antes no había esos controles de bebida en las carreteras como hay ahora, que se toma mi yerno una cerveza y va «acojonao» todo el camino. El caso es que algunas tardes el padre de Carmen se iba a dar una vueltecita —me decía él— y tardaba una hora o más en volver. Yo creo que algo se traía entre manos con la viuda, pero nunca, nunca se lo pregunté. Y menos desde que se convirtió en mi suegro.
—El otro día, cuando hablamos por teléfono, me insistía usted en lo arrepentido que estaba del trato que le había dado a Carmen…
—Tienes razón, chiquilla. Y haces bien en sacar ese tema, porque quiero que todo el mundo se entere. Y es que una cosa es vender vino y otra cosa muy diferente es que a ti te guste el vino. Yo conozco a muchos dueños de tabernas que ni lo prueban. Y a mí siempre me ha gustado mucho el vino… ¡Todavía me gusta! ¡Lo que pasa es que el médico me lo ha quitado!
—¿Y cómo llevaba Carmen su gusto por el vino?
—Mal, con razón. Pero incluso llegó a acostumbrarse. Digamos que montó su vida sin contar conmigo. Cuando yo llegaba borracho, para ella era como si yo no existiera. Y cuando nacieron las niñas, menos valor tenía yo para la Carmen, que en paz descanse. Ten en cuenta que a veces tenían que llevarme entre dos o tres, tan borrachos como yo, hasta mi casa. Pero un día me dijo ella que si estaba borracho que no apareciera por allí. Y entonces me quedaba aquí, solo, en el bar. Más de una noche he dormido yo en esa silla en la que tú estás ahora mismo sentada.
—Pero algo de amor habría en vuestro matrimonio, ¿no?
—Mira, chiquilla. Cuando uno se cría desde los once años rodeado de borrachos y comiendo avellanas, aceitunas y chochitos…
—¿Chochitos?
—Sí niña, chochitos. Altramuces. No te vayas por lo malo…
—Siga, siga, Juan.

Ha conseguido que hasta hablando de un tema tan delicado me sonría.

—Pues lo que te decía. Que poco amor había conocido yo, desde que mi padre me abandonó en una casa ajena. Me imagino que lo hizo porque no podía mantenerme, pero eso no se le hace a un hijo. A mí siempre me ha faltado el cariño, y creo que por eso soy tan torpe para saber dárselo luego a nadie. El caso es que el bar nos daba un buen dinero para vivir. Y por eso me salvaba yo. Carmen se dedicaba totalmente a las niñas, un poquito se dedicaba a mí y nada, nada, se dedicaba a ella misma. ¡Así fue que se murió tan joven, con cuarenta y ocho años recién cumplidos! Pero eso le pasaba a muchas de las mujeres de aquella época, ¡eh!, y nosotros no nos dábamos ni cuenta, parecía que eso era normal. Fíjate que el otro día vi en la tele un documental de las mujeres esas de los griegos antiguos, que decían que estaban tol día encerradas en su casa, y me dije: «Fíjate, igual que nosotros cuando el tito Paco». Por eso te digo que no era yo solo, ¡eh!, que antes el alcohol estaba muy metido en los hombres. Lo tomaban antes de trabajar, trabajando, y después de trabajar. Fíjate que yo habría muy temprano, a las cinco y media de la mañana, para la gente del dique. Se hartaban de ponche —que ya nadie lo quiere— y de coñac. Algunos, orujo. ¡Con el estómago vacío! ¡Y decían que era para quitarse el frío! ¡En pleno mes de julio!
—¿Y tenía usted tantos clientes tan temprano?
—¡Más que nunca! Ahí es cuando yo gané dinero. Luego llegó la crisis naval, y cada vez venían menos. Y entonces empezaron a llegar los chavales que llevaban toda la noche de juerga y aprovechaban que yo era el único que estaba abierto a esa hora para tomarse «la penúltima», como ellos la llamaban. Y yo les decía: «¡La penúltima no, la última!», para que se largaran. El caso es que no eran malos muchachos, pero era un tipo de gente que ya no coincidía conmigo en nada. Y por eso empecé a abrir a las diez, hasta ayer mismo que me jubilé.
—¿Es verdad que una vez estuvieron a punto de denunciarle por coger electricidad para el bar de una farola de la calle?
—Hombre… denunciarme, denunciarme, no. Pero se enfadaron conmigo un montón. Pero yo lo hice sin maldad, ¡eh! Resulta que un día abro el bar y me doy cuenta de que no hay luz, y que lo que había en la nevera estaba todo caliente. Entonces pienso: «Se ha ido la luz», cosa que pasaba muy a menudo, y nadie les reclamaba nunca nada cuando ellos fallaban, ¡eh! El caso es que pregunto a los vecinos y en mi en calle todos tenían luz menos yo. Así que se me ocurrió probar conectando en una farola que estaba ahí mismo, al ladito de la puerta, y funcionó. Como yo no podía abrir el bar sin luz, lo dejé conectado, hasta que arreglaran la avería. Y por lo mismo que te conté antes del vino, que hace que las cosas se te olviden, pues se me olvidó que yo seguía enganchado allí, en la farola, y así estuve tres meses, pensando que la luz que yo tenía era la mía y no la de la farola. Y entre vino y vino, vino el inspector con un operario y dos guardias. Mandaron al operario a desengancharme de la farola y luego entraron todos en el bar. El inspector traía facturas de seis meses atrasados de antes del famoso enganche, y tres del pago de lo consumido en la farola. Y una multa. Eso es lo que más me molestó, la multa, porque yo lo hice sin maldad.
—¿Y nunca sospechó que le habían cortado la luz por no pagar los recibos?
—Mira niña, «patipamí». Pero esto no lo pongas, ¡eh! Yo sabía que era por no pagar, porque un cliente mío que trabaja en el servicio eléctrico me avisó. Pero yo me decía: «Mientras no me cojan…».
—¡Y le cogieron!
—Pues sí, y con las manos en la masa, es decir, con el cable en la farola. Y los dos guardias venían para llevarme al cuartelillo. Menos mal que estaba aquí Manolito el Sonrisas, que les contó un par de chistes y les cantó un «fandanguito» mientras yo les ponía unas copitas y unos platos de jamón y de queso, y unas gambas, pero todo de verdad, no las avellanas de siempre, que tuve que pedírselo fiado a Manolo el Loco, de la Plaza de Abastos. Y eso les alivió un poquito. Me ahorré lo del cuartelillo, pero tuve que pagarlo todo: los recibos, la multa, el jamón, el queso y las gambas, que no dejaron ni una para probarlas los muy sinvergüenzas. Y además me tuvieron un mes a oscuras, como castigo. Yo creo que eso del mes fue un cachondeo de ellos, porque eso no debe estar en ninguna ley, ¿verdad, niña?, pero como me ahorré lo del cuartel…
—¿Y cómo podía trabajar sin electricidad?
—Primero intenté que la viuda me diera la luz. Pero ella, después de haber visto a los guardias, no quiso ni oír hablar de eso. Pero llegué a un buen acuerdo con ella. Yo llenaba su frigorífico hasta arriba de botellines de cerveza, y ella de vez en cuando podía trincar alguno. Menos mal que fue solo un mes, si no la «joía» se bebe todos los beneficios del bar. ¡Y eso que decían que a las mujeres no les gusta el «trinqui»!
—Y la luz…

 Como él dice luz a todo lo relacionado con la electricidad, se lo explico mejor.

—La iluminación, las bombillas… ¿Cómo se las arreglaba sin eso?
—De día abría la puerta «emparempá», y así me apañaba. Por la noche ponía todo el mostrador y las mesas llenas de palmatorias y de velitas, que me las traía José el sacristán, cliente mío, y el bar parecía más la capilla del Nazareno que mi tienda. Nada más que le faltaba el monaguillo ese con la hucha, que lleva el hijo puta toda la vida pidiendo dinero. Había clientes que les daba miedo venir, por lo de las velas, y algunos de cachondeo decían que entrando aquí hasta les daban ganas de pedir perdón por todos sus pecados. Y uno me trajo una de esas vírgenes que van encerradas en una cajita de madera y que las llevan de casa en casa durante todo el año. Y es que mi clientela también se las traía, ¡eh!
—Cuénteme algo gracioso de sus clientes.
—¿Más que lo que ya te he contado? Pues mira, había uno, Paquito el Nervio, que en paz descanse, que era de los poquitos, si no el único, que tenía estudios de todos los que paraban por aquí. Aunque de mucho no le sirvieron, la verdad sea dicha. Creo que era ingeniero, pero nunca llegó a trabajar de eso. Ni de eso ni de nada. Bueno, a lo que iba. Le decían el Nervio porque hasta que no bebía tres o cuatro vasos de vino no dejaba de temblarle la mano. Y cuando el médico le quitaba el vino, le entraban los nervios. Y cuando se le quitaban los nervios porque bebía, la cogía tan gorda que se quedaba tirado por la calle. Bueno, pues Paquito el Nervio, por eso de tener estudios, preparó una broma que tuvo mucho éxito entre todos los clientes, y que era una especie de obra de teatro entre todos nosotros.
—¿Cómo era eso exactamente?
—Paquito, que sabía escribir y dibujar muy bien cuando había bebido, pintó un cartel con una especie de calendario, que ponía: «Bar Triana. Se organizan convites de boda en nuestro espacioso salón-comedor». Y la broma, que era solo para nosotros, era la siguiente: Un día llegaba uno, siempre gente de confianza,  y me decía: «Juan, ¿está libre el salón para el sábado veintisiete?» Y yo le decía: «Deja que mire… sí, sí, está libre. ¿Para cuánta gente?», y él me decía: «Para trescientos, que paga mi consuegro, que está forrado». Y todos nos hartábamos de reír, porque allí no paraba nadie que no llegara malamente a fin de mes. Y así un día tras otro, que estaba el calendario llenito de fechas cubiertas. Y es que el hambre con risas es menos hambre.
—¡Qué bien os lo pasabais aquí, Juan!
—Calla, niña, calla, que ahora viene lo mejor. Resulta que un día se cuela Paquito el Nervio con otro amigo, y dice: «Juan, este es mi amigo Luis, que quiere contratar un convite para la boda de su hija». Yo, tan tranquilo, pensando que Luis conocía el asunto, le digo: «¿Para qué día, Luis?» Y me dice: «Para el sábado dieciocho del mes que viene, para cuatrocientos». Yo, a lo mío. Hago la parodia, compruebo el almanaque, y le digo: «Va a ser difícil, Luis, porque ya está cogido, y en el salón no caben más de quinientas personas. Pero como me has caído bien, y eres amigo del Paquito… ¡Que le den por culo al otro! El salón entero para ti, Luis». Y me dice Paquito: «Sin escatimar en gastos, Juan. Que Luis es potente, compañero mío de estudios». Yo fui a darle la mano al tal Luis y él me dio un abrazo fuerte de los de verdad, como si yo le hubiera hecho un favor grande no, enorme. Ahí tenía yo que haberme coscado de algo. Pero no. Torpe que fui. Y todo siguió igual en el bar Triana, hasta que llegó el fatídico día dieciocho del siguiente mes.
—Creo que me empiezo a imaginar por qué dice usted que fue fatídico, ¿no? No me diga que se colaron aquí los cuatrocientos invitados…
—Cuatrocientos no… ¡Por lo menos quinientos! Como le dije que había sitio hasta quinientos… El caso es que estaba yo cerrando a las nueve de la noche, después de un día que no había sido muy malote,  y me vienen tres mujeres todas emperifollas y me pregunta una: «¿Aquí es la boda de Luisito?». Te lo juro, niña, que yo ni me acordaba de Luis, ni de su convite, ni de la madre que lo parió. Le dije a ella: «No, señora, aquí seguro que no es. Y además, yo ya estoy cerrando». Y va la gachí y me saca una tarjeta de invitación, muy de lujo, con dos pedazos de anillos dibujados en color de oro, que ponía, en la parte de arriba: «Enlace de Luis y Susana», y en la parte de abajo: «Cena en Salón-Comedor Triana, Calle Cruz Verde veintiuno». No cabía duda alguna de que era la dirección de mi tienda, y al leer lo del «Salón-Comedor» empecé a recordar. Miré para el almanaque, y vi el número dieciocho marcado en rojo y que ponía: «Luis, amigo del Nervio. Cuatrocientos». En ese momento lo comprendí todo. ¡Y la gente, que no paraba de llegar! ¡Una multitud!, y todos preguntando por el salón-comedor de celebraciones.
—¿Y usted qué hizo entonces, Juan?
—Ese día me di cuenta de que si yo hubiera estudiado la mitad que el Nervio me hubieran dado el premio Nobel ese. Pero el Nobel de la poca vergüenza. Le dije a la gente, que ya estaba empezando a llenarme el bar: «¡Señoras!¡Señores! ¡Vamos a ser educados, y vamos a esperar a los novios afuera! ¡Cómo Dios manda!». Los eché a todos, cerré completamente el bar y de punta a punta de la puerta até una bufanda blanca que alguien se había olvidado el invierno anterior, para que pareciera una cinta de esas que cortan los recién casados cuando entran en un convite. Y poquito a poco, como quien no quiere la cosa, me quité muy despacito de en medio, mientras se escuchaban ya muy cerquita los pitos del coche que traía a los novios.
—¿Y qué hizo luego, Juan?
—¿Que qué hice luego? ¡Pues buscar por todos lados a Paquito, para quitarle todos los nervios de una vez de un buen guantazo! ¡Pues no se había quedado él con su amigo, y me había utilizado a mí para cachondearse del tal Luis! Pero no lo encontré por ninguna parte. Hasta el día de hoy no lo he vuelto a ver en mi vida ni he tenido noticias de él.
—Pero usted dijo antes “que en paz descanse”. Por lo menos se ha enterado de que ha fallecido…
—No, no, si yo no me he enterado de que esté muerto ni nada. Pero lo sé. Lo sé. Aquella noche, si no lo maté yo, seguro que el Luis se encargó de él. Ese está seguro bajo tierra, te lo puedo jurar. Y tú, niña, deja ya de reírte y tómate un botellín fresquito, que llevamos un buen rato charlando y no hemos tomado nada. Y para mí, una sin alcohol, que es lo único que me deja el médico.
—Bueno, y ya para terminar, Juan. ¿Qué planes tiene a partir de ahora, tras su jubilación?
—¿Planes? Pocos o ninguno. ¿Quieres saber en lo que llevo pensando desde hace ya unos cuantos días? Nada de que me voy a jubilar, disfrutar de mis nietos, viajar con el Inserso… ¡En lo único que pienso es en que me voy a morir! Me da mucho miedo que me pase lo mismo que al Manuel, el sevillano. O como a Antonio, el conserje del Teatro que está ahí atrás. Antonio se llevó toda la vida allí metido, desde zagal, y cuando se jubiló todos le decíamos: «¡Nada, Antonio, ahora a disfrutar!». Ocho meses duró. Y es que yo creo que hay gente que tiene una relación muy especial con el trabajo, como si formara parte de su vida. Y cuando se le acaba el trabajo, se le acaba la vida. ¡No, si al final voy a terminar yo hablando como los filósofos esos de la tele, que no hay quien los entienda!
—No diga eso, Juan. Que se le ha entendido muy bien.
—Quien me va a entender a mí, si yo mismo no me entiendo… ¡Más de una vez se ha escuchado esa letrilla aquí en el bar!
—Bueno, Juan, pues muchas gracias. Ya le llamaré cuando se publique la entrevista, para que pueda usted mirar el diario ese día y leerla.
—Para, para. Que antes de que te vayas quiero pedirte un favor. Ya sabes lo del lío que fue el entierro de Manuel, y no quiero que a mí me pase lo mismo. Quiero dejarlo todo muy muy clarito. Escucha, niña, con las orejas. Yo de entierro no quiero nada, a mí que me quemen. Que con el vino que llevo dentro voy a arder muy ligerito. Y de las pocas cenizas que queden, quiero que un montoncito lo lleven a La Isla, allí donde enterramos a mi Carmen. Otro montoncito que lo dejen en Paterna, en la tumba de mis padres. Y aquí también, en Puerto Real, que mis amigos me tiren por la puntilla del muelle un buen día de levante. ¡Cuidado, que no haya viento del sur, porque se lo van a tragar todo!

Me quedo extrañada ante una petición que, más que a mí, debería hacerle a la familia, a sus hijas. Pero le dejo que termine.

—Aunque esto no iba para ti, chiquilla. A ti te voy a explicar el favor ese que te dije antes que quiero que me hagas. Me gustaría que cogieras un puñadito de mis cenizas, las lleves a Sevilla y las arrojes desde el puente de Triana a ese Guadalquivir que tanto mentaba Manuel. Pero también quiero que engañemos un poquito al río. Cuando las vayas a arrojar, tú tienes que decirle: «Aquí van las cenizas de Manuel, el de la Calle Betis, que por fin descansa en tus orillas». Ya ves. Lo que te pido es que me ayudes a hacer un homenaje a quien me trató mejor que mi propio padre. Seguro que el Guadalquivir ese no se da cuenta del engaño.
—Seguro.




Canción "Veracruz" (2016)

Esta canción la escribí a petición de Alfonso Baro, que quería musicar un poema que tratara sobre mi novela "Veracruz", e interpretarla en su Presentación en la Feria del Libro. Describe parte de la trama de la novela, esencialmente aquellas páginas que tratan del viaje de una esclava desde México hasta Sevilla.




I

De México a Sevilla
pasando por Cai,
Un camino mejor
eso no lo hay.

Pero ya no es lo mismo,
¡Ay fíjate tú!
si el camino te lleva
a la esclavitud.

¡Ay Veracruz! ¡Ay Veracruz!
¡Cuánto te echo de menos,
mi Veracruz!



II

Ella cruza los mares
y es prisionera,
la traición de un amigo
fue su condena.

La tormenta terrible
y su gran valor,
le salvaron la vida
y a Cádiz llegó.

¡Ay qué dolor! ¡Ay que dolor!
Nadie quiere ayudarla,
¡Ay qué dolor!



III

Pero tuvo la suerte
esa pobre niña,
de encontrar  un paraíso:
Barrio “La Viña”.

Allí supo que hay hombres
que son de fiar,
y de Cádiz ya nunca
se quiere marchar.

¡Ay libertad! ¡Ay libertad!
¡Qué bien huelen los aires
de libertad!



IV

Y aunque así, enamorada,
vive tranquila,
sabe que su destino
está en Sevilla.

Ahora vive en Triana,
con un andaluz,
Pero nunca se olvida
de Veracruz.

¡Ay Veracruz! ¡Ay Veracruz!
¡Cuánto te echo de menos,
mi Veracruz!


Adaptación de un poema de Pierre Louÿs (1987)

En 1987 adapté un poema de Pierre Louÿs a nuestra métrica y rima. El poema es magnífico, y espero no haberlo desvirtuado mucho.





“...de peur le souvenir resté
                                                                             s’en aille avec le vent”.

                                                                                   Pierre Louÿs

Yo dejaré en la cama intacta tu figura.
Las sábanas mezacladas conservarán tu olor.
La huella de tu cuerpo, bordada de hermosura
hará mucho más breve la espera y mi dolor.

Desnudo he de esperarte, soñando tu presencia,
cubierto por los besos que no podré borrar.
Mi piel abandonada, dolida por tu ausencia,
protege tus caricias, temiéndote olvidar.

Levantaré murallas en torno a lo pasado.
Haré que siempre brillen tu luz y tu calor.
Las puertas y postigos tendré muy bien cerrados
para que nunca escape el recuerdo de tu amor.

Publicado en "El Hechizo de la Palabra" (2014)

Este soneto de 1987 fue publicado en 2014 en la Antología "El Hechizo de la Palabra", editada por la Asociación Cultural "La Media Luneta" y coordinada por Alfonso Baro, quien posteriormente realizó una adaptación musical del poema.




Y pareces dormida, aunque despierta.
No hay calor en tu cuerpo, en tu mirada.
Tan oculta de todo, tan callada...
no pareces ni tan siquiera muerta.

Pues del muerto, la cara tan desierta,
y la flor, de su rama separada
siempre tienen la mágica llamada
que en ti falta, y te hace menos cierta.

Y pasarán los años lentamente.
El tiempo hará de ti una estampa fría
sin la llama de amor sobre su frente.

Y esperas una mano, aunque tardía,
que el sueño liberara de repente...
¡mas la ayuda que buscas, no es la mía!


Publicado en "De Besos y Versos" (2014)

Este poema de 1987 fue publicado en 2014 dentro de la Antología de Poesía Amatoria "De Besos y Versos", de la editorial "Los Libros de Umsaloua".




Quiero librar con tu cuerpo una batalla,
una lucha entusiasmada de titanes,
que no acabe cuando llegue una derrota
ni victorias humillantes la celebren.

Hoy te lanzo un desafío sobrehumano,
donde ejércitos contrarios dignifiquen
la alegría de una guerra ya pactada
entre bandos sin trincheras ni defensas.

Te presento aquí un combate cuerpo a cuerpo,
que comienza con la más suave caricia
de unos labios, que se muestran enemigos,
provocando así un conflicto inevitable.

La conquista que te ofrezco es arriesgada.
Necesitas de unas armas tan sutiles
que tan sólo con nombrarlas perderían
su carácter ofensivo y poderoso.

Te aseguro una victoria sin derrotas
y la gloria de los cuerpos que lucharon:
una forma de vivir esta tragedia,
escapando, siempre juntos, de la muerte.

Y la paz como el asunto más temible
de una guerra provocada por amor.